viernes, 22 de abril de 2011

La democracia oligárquica de Varguitas






La visita de Mario Vargas Llosa para abrir La Feria del Libro con sus ideas siempre polémicas abre múltiples discusiones sobre la realidad latinoamericana. En estas líneas voy a reflexionar sobre la vanagloria que hace de la democracia como sistema político.


Mario Vargas Llosa, no obstante defender el sistema político democrático, no se cansa de repetir para quien quiera escucharlo (y en canal trece están bastante interesados) que América Latina luego de haber vivido su mejor época en los decenios finales del siglo XIX, entra durante el siglo XX en una debacle responsable al fin de cuentas de la pobreza de sus sociedades y lo tiránico de sus gobiernos. Con esto, como muchos otros antes que él, loa los regímenes oligárquicos que reinaron en casi todas las naciones latinoamericanas en esos años, desde el porfiriato en México hasta el régimen oligárquico del PAN en la Argentina. Si bien es cierto que estos regímenes lograron la unificación nacional de nuestros países, la superación de las guerras civiles y el desarrollo económico (no importa acá discutir lo positivo o negativo de tal desarrollo económico) lo hicieron a costa de mantener lejos del poder a las grandes masas de población. No queda muy claro entonces donde está lo democrático de estos regímenes que no se cansa de alabar.

Solamente para aclarar los tantos (lo cual parece fundamental en un sistema que como la muerte en El séptimo Sello de Bergman nos mueve todo el tiempo las fichas) creo que en Vargas Llosa persiste una vieja confusión: la de confundir a la democracia con el liberalismo. El liberalismo político de cuño ingles consiste básicamente en la afirmación de que todos los hombres tienen ciertos derechos naturales, no adquiridos, no dados, derechos que los hombres tienen en tanto que tales (el derecho a la vida, la libertad, la propiedad etc) y el estado debe limitarse a garantizar estos derechos. Los hombres, por el mero hecho de ver garantizados sus derechos, deberían contentarse con pelear todos contra todos en el mercado, lo cual sabemos, traería el bien para todos. El liberalismo político de cuño francés no sería tan ingenuo y ya desde la fase jacobina de la revolución comenzaría a plantear que entre esos derechos naturales se encontraba el derecho de participar en la política, participar en el estado. De allí en adelante se plantearía la contradicción entre el liberalismo y la democracia ilustrada como nadie por el genial Alexis de Tocqueville (a fin de cuentas un aristócrata resentido con la revolución) para quién cuanto más se distribuyera el poder político –la democracia- más se vulnerarían las libertades individuales: el pueblo en el poder llevaría a una igualación de la sociedad y con eso a la tiranía, ya que el liberalismo exalta las diferencias y más aún, la desigualdad. La libertad de ser desiguales. Con esto plantea la naturaleza netamente dicotómica de las ideas de “igualdad” y “libertad”.

Por eso Mario Vargas Llosa, que ha comprado como muchos otros liberales estas ideas afirma que lo único necesario es la libertad: la libertad es el valor supremo, lo escribe por todas partes, lo pronuncia innumerables veces. Lo que deben tener todos es libertad, libertad de decir lo que piensan pero sobre todo la suprema libertad que es la de competir en el mercado sin la tediosa injerencia del estado. A esto reduce la democracia excluyendo la noción de la participación popular en la política, que más bien, como parece afirmar implícitamente, se equivoca siempre eligiendo gobiernos “populistas” y “tiránicos”.

Más allá de usar a Mario Vargas Llosa como puchinball para descargar nuestro enojo con los dinosaurios políticos y comunicacionales, parece importante la pregunta por la democracia y el liberalismo en nuestros países latinoamericanos.

La democracia debería dejar de ser reducida a la defensa de las libertades individuales para contemplar la efectiva participación de las masas en la política y el ejercicio pleno de los derechos políticos. El siglo XX es la historia de la democratización de la política, la aparición de la política de masas en los países latinoamericanos; la historia de la debacle para Vargas Llosa porque esa aparición cobró la forma de regímenes populistas.

Yo creo que una concepción amplia de la democracia implica tener en cuenta que democracia es la efectiva participación de las masas, del pueblo, de las clases populares en la política, y que esto conlleva como su corolario lógico el estallido de los conflictos sociales que una sociedad antagónica genera en el seno mismo del estado democrático. Denigrar a los gobiernos que expresan en la política estos conflictos sociales y pretenderse democrático me parece una contradicción en los términos.

Sin ánimos de ser polémica creo que la vuelta a la democracia de 1983 generó una sacralización de la democracia, como un sistema que por sí mismo resuelve todo. Es necesario volver concebir la democracia en sus tintes más problemáticos: la expresión de conflictos políticos devenidos de las contradicciones sociales. Esto permitiría salir de la dicotomía democracia versus populismos latinoamericanos, dicotomía falaz basada en una idea recortada de lo que es la democracia, y pensar hasta que punto estos vapuleados populismos latinoamericanos son la expresión de la democratización de la política en nuestras sociedades.
 
 
Analia Godoy

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